martes, 30 de junio de 2015

DONDE FUIMOS FELICES


Y juntos volvimos al lugar donde un día, profundamente enamorados, compartimos amor y vida.



Entonces me mirabas diferente, éramos una sociedad de afectos y complicidades, un equipo indestructible, dos entes independientes pero perfectamente ensamblados en una estructura de vida común.

Sin embargo, el orgullo estúpido, la irregularidad propia de la actitud humana y otros elementos invisibles que subyacen al desamor, fueron llenando las antes superficies planas de nuestros corazones de aristas que, a medida que la vida empujaba, iban agrietando los nexos y deshilachando las costuras de todas las pasiones mutuas que nos entrelazaban.




Mi mirada, sí, aún conservaba muchos residuos del pasado. Te miré y pensé en la frase de “el tiempo lo cura todo”, pero mi mente, de manera ajena a mí y sometiendo a mi voluntad, la completó: “y también lo devasta todo”.

Hacía una tarde de puños cerrados y dientes apretados, de canículas que hacían confundir las lágrimas con el sudor. De estas tardes que tratas de parar la vida, pero ves que no puedes, que eres diminuto y débil ante la inmensidad de las realidades que te sobrevienen y detestas. Tardes brillantes vividas de forma oscura, clandestina; escondido de ti mismo, pero sabiéndote visible al mundo que tratas de esquivar.



Soltaste la punta de un pañuelo floreado que pendía de tu cuello y este, lento, blando, moderado, dulce, gratificando a tus sentidos, recorrió las curvas sinuosas de tu cuerpo, serpenteándote como un agrio adiós que no deseas. Contrapusiste tu sonrisa buscando vencer, pero tan solo lograste un empate, un equilibrio sin validez, porque alrededor solo había perdedores.

La vida, a veces, baila así, con tono fúnebre, con lodo, salpicando a los infelices.

Sentada, mirabas tus manos y meditabas. Y lo más curioso, es que también sonreías. Probablemente habías hecho algún pacto oculto con el peor de los demonios. Y ese pacto estaba firmado sobre mis escombros. Todos los pactos tienen víctimas, algunas veces la víctima es quien lo firma.



Y entonces te miré, pero justamente cuando mi mirada te alcanzaba, tú te hiciste ausente, dando lejanía a toda intención que yo pudiera tener de amarte, mostrando a todos los enamorados del mundo cómo es la estructura de la universalidad abstracta hegeliana complementada con la actitud del desamor.

Tomaste de nuevo el pañuelo que soltaste en tus manos y lo pusiste en tu cara, cubriéndola entera. Comprobaste que había borrado de su memoria todos los olores del pasado y te invitó a ti a olvidar el día que nos conocimos, el primer día que hablamos, la primera vez que te consolé, la primera vez que me dijiste que me querías, la primera vez que me echaste de menos, la primera vez que te besé, la primera vez que me dijiste que era el hombre de tu vida, la primera vez que tardaste en dormir porque no podías dejar de pensar en mí… Sin embargo, el pañuelo cruel, fiel aliado de tu frialdad, no te invitó a olvidar la última despedida fría y dolorosa, el último lo siento, la última lágrima mía, el último suspiro tuyo, el último roce de manos ya inertes, los últimos pasos de caminos opuestos de ambos… eso no, eso el maldito pañuelo olvidó recordártelo.

Antes de terminar esta despedida, me gustaría agradecerte que me ayudaras a descubrir que el cielo existe, a pesar de no ser fácil, porque me hiciste ver que visité el cielo todos los instantes eternos que estuve en tu corazón, aunque la eternidad fuera referida a los momentos presentes.



Y es que, la verdad, siempre fui más feliz cuando tú me mirabas.