lunes, 18 de marzo de 2013

NUÑOMORAL IV

Los maestros que llegaban destinados a la escuela de Nuñomoral descubrieron enseguida la importancia de la tierra, su significado, nuestro apego al contexto y la socialización específica, única e irrepetible que todos los niños y todas las niñas del pueblo teníamos adquirida desde nuestro nacimiento en el templo sagrado del Cottolengo, ubicado en una loma cuyo vértice cierra un ángulo geográfico que deja en su falda derecha la alquería de La Fragosa, y en su estribación izquierda, la de Martilandrán.


La disciplina en la escuela era severa, a veces, rayana a la crueldad, pero todos estamos absolutamente convencidos de que no cambiaríamos esas vivencias por otras, que fue un privilegio vivir todos aquellos mundos, que quedamos bien forjados y que hemos contribuido a la modernización y mejora en todos los ámbitos de nuestra sociedad, como buenos hurdanos.

-      Don Antoniu, don Antoniu, en el recreu hay un viborehnu arrejurdío en el troncu del rosal del tobogán.
-      ¿Arrejurdíu? ¿Qué es eso?

El recreo era un espacio de tierra cerrado situado en la trasera de la escuela, no muy grande, pero suficiente para la media hora que salíamos. Jugábamos a la cadena, al escondite, al tobogán, a la rayuela, a la comba, a la goma, a las canicas y a las espagás. Abrían la puerta del recreo don Antonio y doña Mari y salíamos todos corriendo, empujándonos, agarrándonos, voceando, gritando… casi con violencia a jugar, cada uno, a los juegos muchas veces previamente pactados dentro de clase en voz bajita, para no ser descubiertos por los maestros. Debemos tener en cuenta que entonces, por menos de un pimiento, te sacudían un tortazo. Muchas veces, en clase, sin tener tú responsabilidad directa con un hecho, recibías la castaña correspondiente. Recuerdo que el tío Mingo tenía la costumbre de ir a cagá pa detráh de lah ehcuelah, en la Huerta la era, y como es evidente toda la chavalería que estábamos en plena clase lo veíamos por los ventanales que daban al recreo, y se producía una explosión general de risas, lo cual enervaba sobremanera a don Antonio, se sentía impotente y la pagaba con su nieto pegándole la correspondiente bofetada. ¡Como si él tuviera culpa de dónde cagaba su abuelo, chacho!

-      Hohtiah machu, cumu tenga tu abuelu cagalera hoy prepárati pa recibí unuh cuantuh de tortazuh – bromeábamos mirando a Veni, el nieto del tío Mingo.

Y es que, en torno a la escuela, el número de recuerdos de vivencias y personas que me vienen es ilimitado, inacabable. Allí, lejos del mundo, tan ajenos a todo, pero tan llenos de vida, de ilusión, de energía, de emociones… de felicidad.



Sin ir más lejos, llega a mi memoria el tío Facundo el alguacil, que era un señor recto y muy responsable, nunca descansaba y cumplía con un enorme celo su trabajo. Era un hombre de su época, un trabajador esmerado y diligente que velaba porque todo lo público estuviera en buen estado y tuviera un funcionamiento correcto y óptimo. Vigilaba que los muchachos no abriéramos los grifos de las fuentes públicas, no rompiéramos las bombillas del alumbrado público, no entráramos en el Ayuntamiento viejo a rebuhcá, no tocáramos las campanas de la iglesia cuando no correspondía, no saltáramos al recreo de la escuela en las épocas no lectivas, no lanzáramos piedras sobre los escasos letreros informativos de circulación, etc. Como veis tenía un papelón, porque precisamente las acciones descritas hacían las delicias de todos los niños y todas las niñas del pueblo. Ya me contaréis quién no rompió una bombilla sintiendo la adrenalina inigualable del peligro que representaba que justo en ese momento apareciera el tío Facundo cagándose en todo e intentando atraparte para corregir tu perversa conducta. La verdad es que este buen y recordado hombre tenía el don de la ubicuidad, estaba siempre justo en el lugar donde cualquier chaval la liara: no terminabas de encender el grifo de la fuente de la plaza y ¡zas! el tío Facundo a tus espaldas:

-      ¡No enredéih con loh grifuh ni derrotéih el agua, me cagüen sandiós! ¡Juuuuuu, pero coooooño!

Te pegaba un susto a medio trago que te entraba hasta hipo. Del mismo modo, fuera la hora que fuera, decidíamos ir a husmear al Ayuntamiento viejo (actual casa de cultura) y siempre nos pillaba el tío Facundo. Y era una faena porque sentíamos una fascinación especial por aquel lugar lleno de mierda y de objetos diversos con los que nos encantaba enredar: la máquina de escribir que abandonó allí Astudillo el fontanero, archivos, legajos y papeles que quedaron de épocas anteriores, el retablo antiguo proveniente de la  restauración de la vieja iglesia, etc. Todo un elenco de elementos diversos a cual más atractivo para el enredo infantil.


Al hilo del recuerdo del tío Facundo, sí decir que los niños de mi quinta, por aquel entonces, no teníamos afición alguna al fútbol, incluso lo ignorábamos. Sin embargo, en generaciones previas como la de mi hermana Maribel sí que era un deporte no solo seguido, sino que también practicado. Además es digno de mención que siendo niñas de una época concreta, de un núcleo rural pequeño y alejado geográficamente del mundo, tuvieran esa afición por este deporte. Eran todas partidarias entusiastas del Atlético de Madrid, un club y unos futbolistas que, según testimonios propios, veneraban. De hecho, un día decidieron comprarle un balón a Diego el cojo, para disputar sus partidos por las tardes en la plaza, pero el tío Facundo no las dejaba jugar en la plaza para prevenir roturas de cristales u otros posibles deterioros de la cosa pública.


- Si noh dah una peseta ajuntah pal balón.

Sin embargo, como buenas hurdanas, ellas no sucumbieron y se las industriaron para hacer un campo de fútbol bastante decente en La Burrera, a las afueras del pueblo. Como buenas seguidoras del Atlético de Madrid, jugaban con el nombre de sus ídolos, quedando la alineación de la siguiente manera: La Meme, jugaba como portera y era Rodri (cuenta mi hermana que algunas veces cuando saltaba a parar un balón se le caía la falda a los pies y se partían de risa); la Dalila, jugaba de centrocampista y era Irureta; la Nieves, jugaba de centrocampista y era Luis Aragonés; la Trini, jugaba de delantera y era Becerra; y, por último, mi hermana Maribel, jugaba de delantera y era Orozco.

Fijáos si llegó a ser curioso, peculiar y único este hecho que un día llegaron al pueblo dos chicos jóvenes en un coche y llevaban colgado del espejo interior del mismo un escudo pequeño del Atlético de Madrid y fueron todas a mostrarles su fervor por el equipo. Resulta que a ellos les llamó de tal manera la atención ese entusiasmo por un equipo en aquel lugar tan lejano que les tomaron el nombre y la dirección y un buen día les llegó una postal original del Club firmada de su puño y letra por todos los jugadores campeones de la liga 72/73.

Otra persona entrañable del Nuñomoral de la época fue don Florián el cura, el cual nada más terminar la eucaristía entraba a la sacristía y se quitaba con celeridad la sotana y demás atuendos propios del Oficio y salía apresurado a reñir a los hombres del pueblo que estaban meando en los contrafuertes de la pared trasera de la iglesia. La verdad es que tenían aquello bien abonado con el orín: musgo fresco y un aroma imponente solo arrimar a escasos metros de allí. Eso sí, a los niños nos encantaba ver cómo el sacerdote reprendía a los mayores.

-   Vamuh corriendu a vé cúmu se poni don Florián con loh hombrih del meau, jajajajaja...


Este hombre tenía un Seat Seiscientos pintado de azul y a brocha, hecho un cuadro. Del espejo interior colgaban unas alforjas naranja hechas de ganchillo y en la parte derecha del salpicadero llevaba pegada como una especie de medalla grande de San Cristóbal (ese Santo del garrote que siempre llevaba un niño escarrapichao en el hombro), patrono de los conductores. Y tenía la colección completa de casetes de Manolo Escobar, ¡ahí es nada!

Como podréis imaginar soy casi incapaz de desarrollar mentalmente tantos recuerdos como me vienen. Es maravilloso poder compartir un pasado tan rico y peculiar y mostrar mi respeto más sincero y mi admiración más profunda por todos nuestros antepasados, personas todas entrañables y sufridoras que fueron un ejemplo digno para todos.

Miro al cielo y comienzo a pensar que debo ir abandonando la plaza para continuar mi paseo, es probable que Javi ya ni tan siquiera esté en la terraza del bar de Eulogio esperándome.