miércoles, 16 de enero de 2013

HOSTAL ROMA III

Para rematar mi estancia en el Hostal Restaurante Roma, no podía faltar otro episodio básico, esencial y propio de estos bares de carretera: ¡¡EL AUTOBÚS DE JUBILADOS/AS!! Desconozco el motivo, pero este siempre llega cuando estás tú. Y suele aparecer de improviso, en el momento que menos te lo esperas, cuando en el interior del bar ya se daba todo por perdido, ya oliera a final y ya los camareros estuvieran a punto de bajar los brazos, por eso a estos últimos les sienta como un tiro cuando los ven entrar. Bueno, no nos engañemos, y también por su escaso consumo.

Para facilitar el trabajo a los camareros, retorné mi taza vacía a la barra y, cuando la estaba dejando sobre el cristal superior de una de las mencionadas vitrinas de pinchos, escuché a mi espalda una especie de sonidos inarticulados propios del interior de una caverna o una cuadra (¡szrr!¡szrr!¡szrr!). Me giré de inmediato un poco asustado y resulta que era un hombre de mediana edad tomándose un café a sorbo vivo, porque este estaba excesivamente caliente. ¡¡Qué impaciencia, Dios!! Y fue este mismo señor, con los labios regados de café y vaporizando el ambiente el que señaló la puerta del local con un gesto de cabeza y mirando a los camareros con una especie de sonrisa fraudulenta les dijo en voz alta:

- ¡Ahora se os quita el aburrimiento! Jejeje... ¡Coju, coju, coju! –exclamó, rió y fue asaltado repentinamente por una tos de ciclo tres.

Era, efectivamente, el autobús de jubilados/as, que siempre aparece en la puerta de estos lugares de golpe, sin que nadie lo vea llegar, como si cayera del cielo... Vamos, que terminas de mirar por los ventanales del local hacia afuera sin ver novedad alguna; vuelves a mirar acto seguido y ya está el autobús en la explanada con las puertas abiertas y un montón de personas mayores de ambos sexos bajándose.

Cuando comenzaron a acceder al local las señoras y los señores y los señores con sus señoras, pude comprobar que en este hecho concreto también existe una uniformidad nacional, es decir, siempre entran a este tipo de establecimientos de modo idéntico nuestras personas mayores.

Pasaron al interior del local en fila india, y esta fila, como siempre, tenía una rígida composición mixta que podemos denominar de cremallera: hombre/mujer, hombre/mujer, hombre/mujer...

Y presencié la estampa común de estas entradas: según acceden al bar nuestros jubilados barren con la mirada todo el local. Y siempre hay uno que tose, otro que entra poniéndose un jersey (suele ser de pico gris o marrón) y al terminar su mujer le estira del mismo casi con violencia para colocárselo, otro con los morros en disposición de silbar (pero es un silbido mudo, eso sí) y otro que solo entrar sale otra vez corriendo para afuera, porque supuestamente se le ha olvidado algo. Finalmente, el último que entra parece un pato mareado, suele tener un gesto facial de “¿cómo me veré yo en estas y aquí?”. Eso sí, todo hay que decirlo y entenderlo: entra con un bolso de mujer agarrado de la mano y un pañuelo también de mujer colgado del brazo. Está pues la cosa clara, a este lo ha retenido su esposa en la puerta del autobús para acicalarse ella antes de entrar en el establecimiento. Por eso, estos últimos, entran más rezagados. Ya sabemos todos cómo funciona la vestimenta de una jubilada en invierno, desde que empieza la cosa en su piel hasta que sale al exterior parecen aunténticas muñecas de trapo: braga, faja, medias, enaguas, combinación (o algo así), felpas, blusa, chaqueta, abrigo, pañuelo... ¡¡Menuda zurra de ropa!! Así suenan sus andares cuando pasan a tu lado caminando, es un ruido similar al movimiento de la cola de un caballo (sfss, sfss, sfss). La licra de la faja, con el roce del reverso lateral de las piernas a la altura previa al cigüeñal, contribuye mucho a este sonido. Es normal, oye, hablamos de una zona muy comprometida, digamos que de máximo riesgo por todo lo que representa esa región del cuerpo.

De nuevo volví a tomar asiento en la silla de una de las esquinas del local, para observar un rato el novedoso panorama desde allí.

¡¡Qué graciosas son las personas mayores!! Tienen un comportamiento similar a los niños, aunque podemos decir que con más raciocinio. Pero la operatividad es idéntica, aunque en sentido inverso. Me explico e ilustro con un ejemplo: los niños de hoy adoran a sus abuelos y cuando viajan con sus padres los echan mucho de menos, y les compran platitos de china con la inscripción “Para los mejores abuelos del mundo”. Y los abuelos, en las mismas circunstancias, en sus excursiones, recuerdan a sus nietos con un amor inmenso y les compran algún lapicero gigante o muñeco que lleve xerografiado “Para mi nieto preferido”.

No os creáis, pero recordé mucho a mis padres, que hoy ya el paso del tiempo los ha hecho débiles y vulnerables. De repente, me sentí invadido por una pena inmensa.

Y con millones de pensamientos bullendo en mi cabeza, entre el revuelo que había en el interior del local, sentí que había llegado la hora de recoger mis bártulos y marcharme. Podría haber apuntado todavía unas cuantas de cosas más, pero tampoco era plan. Ni tenía ánimo ya.

En cualquiera de los bares de carretera que he estado a lo largo de mi vida, independientemente del lugar donde se encontraran, las vivencias pasadas han sido idénticas o muy similares, por ello el día que “aterricé” en el Hostal Restaurante Roma se me ocurrió anotar la experiencia y contarla como homenaje a este tipo de establecimientos.

¡¡Ay!!

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