jueves, 10 de enero de 2013

HOSTAL ROMA II

La barra de estos locales, se constituye como la divisoria de dos realidades diferentes, pero igual de apasionantes. Partes diferenciadas, perfectamente trabadas, que forman un todo común, quedando la propia barra erigida en una especie de frontera física de uso común... o de tierra de todos. Depende.

En la parte exterior de la barra del Roma (repito, y de todos estos establecimientos), digamos la de los clientes, nos encontramos en primer lugar con los insignes taburetes, todos cortados por el mismo patrón. El forro del asiento -¿cómo no?- era de escay marrón claro e iba relleno de espuma (a veces, el forro es negro). Estaban deshilachados por varias partes y en la zona central tenían casi todos algún agujerito hecho ya. En la junta del asiento con la barra esférica de acero cromado que lo sustenta, uses el que uses, hay una pequeña holgura que cuando tomas asiento notas a través del culo y vía interna como una especie de leve balanceo acompañado de los correspondientes cracs mudos. Y por si esto fuera poco, nuestro afán de enredar nos lleva a posar los pies sobre el reposapiés integrado, apretar ligeramente y darle funcionalidad al giro del asiento del taburete. ¡¡Ay el taburete, válgame Dios!!

También podemos ver a este lado de la barra, además de las mesas y sillas propias de bar, un sinfín de vitrinas acristaladas atestadas de llaveros, juguetes, canecas de china, aceite de oliva, dulces y porciones de queso y chacina diversa envasado todo al vacío.

Y por último, en el techo se pueden observar unas cuantas de luces amarillentas y un par de ventiladores. Ventiladores que, por otro lado y dicho sea de paso, jamás nadie hemos visto girar en ninguno de estos bares.  ¡Cuidado si no son de adorno!

Tras la barra del hostal, gobernada por tres camareros y una camarera, con chalecos y pajaritas que harían las delicias de José Luis Moreno en una de sus galas televisivas, en el frontal, había un mueble oscurecido de madera con una infinidad de anaqueles donde se colocaban todas las bebidas y demás productos de consumo propios de bar. Hacia la izquierda tenía una zona sin mueble, despejada, con una barra metálica fijada a la pared en horizontal de donde colgaban dos lomos, tres chorizos y un salchichón (¡pobre salchichón, siempre es del que menos hay!), en este orden de izquierda a derecha. Y justo debajo de estos manjares, sobre una mesa de madera cuadrada, singular y con una altura de poco más de un metro, tenían un jamonero con un jamón empezado que parecía que estaba cortado a puñetazos. Ya más a la derecha estaba ubicada la típica máquina hostelera de hacer zumos, máquinas que parecen plataformas de la NASA por su estructura, ya que tienen un diseño que ríete tú de la torre Eiffel. Se componen de un ilimitado manojo de alambres, hierros y latas, que las dota de una enorme complejidad. Hace muy difícil encontrar una explicación lógica del proceso de exprimido de las naranjas. Ya me contaréis quién entiende ese conjunto de fases, desde que las naranjas inician su descenso -enteras, eh- desde la parte superior de la maquinita por un túnel cercado de varillas, hasta que desaparecen dentro de la máquina y nos impide observar adónde se divide la naranja en dos y cómo se presiona para conseguir el zumo, sin que nadie vuelva a saber nada del destino de las cáscaras de la naranja. Supongo yo que esto será cosa de brujería, claro. Me creo yo que sí. Vamos y si no, el que más sepa, más diga, que dirían en mi pueblo, Nuñomoral.

Tampoco quiero olvidar la puerta que hay tras la barra. Esa misteriosa puerta por la que los camareros y camareras entran pegando unos bocinazos ensordecedores, mientras la abren de una patada. Todos sabemos que tras ella está la cocina por el circulito acristalado/aceitado que tienen en la parte superior, el cual facilita que desde fuera siempre veamos una mujer semiinclinada con un gorrito blanco, no se ve más ni se sabe nada más.

Como colofón, detrás de la barra, además de la típica fotocopia superaumentada (A3) en blanco y negro de un décimo de lotería (vete tú a saber si de Navidad, porque vayas en la época que vayas está), ocupaba un lugar preferente la célebre cafetera. Y esta al parecer tenía un cabreo importante, porque hacía un ruido infernal. Tenía un carácter vivo y animoso y se traía ella solita un resuello permanente que te hacía sentir amenazado, de verdad. Por si era poco con la respiración violenta del aparato, cada vez que algún camarero la manejaba, aquello se convertía en una especie de fábrica de cencerros, cascabeles y campanas, de la tremenda escandalera que montaban, algo inenarrable: molían café, quitaban el prensador del mismo de la cafetera y pegaban un porrazo descomunal en un cajón negro como un tizón (¡¡¡TOC!!!), cogían las tazas y los platos con unas mañas que parecía aquello un concierto de castañuelas (ni sé cómo no se hacía trizas), luego echaban leche en un recipiente de acero inoxidable y al ponerla en el vaporizador para calentarla, bramaba de tal forma que ahí la cafetera ya descargaba toda la pasión, toda la indignación y todo el enojo que le producía estar allí. Vamos, que permaneces allí sentado un tiempo prolongado y al tercer café que sirvan estás ya como una tapia. ¡Por eso en estos establecimientos se expresan a voces limpias!

Concretamente la barra del Roma tenía forma de L tumbada, con el palito largo hacia la derecha. Y sobre la barra, claro está, quedaban los espacios que quedaban, que eran más bien poquitos.

Había tres vitrinas de pinchos, de las cuales, una de ellas, la de la izquierda, estaba literalmente atestada de dulces diversos envueltos en plásticos (digo yo que esta no estuviera enchufada, claro). La del centro tenía pinchos varios, tales como pescadilla rebozada, rabas de calamar, ensaladilla rusa, empanadillas mini y croquetas caseras (caseras, jejeje). Y en la vitrina de la derecha es donde tenían la verdadera metralla, las bombas de colesterol que tanto nos entusiasman: morros a la plancha, rabo de cerdo en salsa, orejas picantes, panceta con pimientos verdes, barbada con tomate, magro de cerdo y salchichas frescas troceadas con patatas fritas. Francamente, a esa hora, era una imagen fascinante. Aparte de toda esta ingente cantidad de viandas, se hallaban sobre la barra también los palilleros, los servilleteros y demás zarandajas características de la barra de un bar. Ciertamente los espacios para poner las consumiciones quedaban muy mermados. Esto puede responder a premisas y factores propios de la mercadotecnia o del marketing emocional, es decir, obligar de manera encubierta a la gente a tomar asiento en una mesa para, desde una posición de mayor comodidad física, se acentúe el relax de los sistemas de alerta del cerebro, se eliminen sus filtros y el usuario aumente el consumo. No sé. Tal vez sí. Bueno, en todo caso, Dios y ellos lo sabrán...

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