viernes, 27 de agosto de 2010

LA CLASE POLÍTICA

Sí es cierto que existe eso que se ha dado en denominar la “clase política”, no se queda en una frase hecha o en un término acuñado para distinguirlos y distanciarse de sus vicios.

La política, como servicio al ciudadano, hace tiempo que dejó de existir, de tener ese carácter de ayuda, de entrega, de altruismo. Y todo porque quiénes la han ejercido la han desvirtuado casi completamente. Sé cómo suele molestar a los políticos que se les diga que todos son iguales, y yo puedo llegar hasta a entenderlos, pero sí que afirmo taxativamente y les digo a la cara que todos tienen los mismos vicios.

Los políticos contemporáneos son los que cambiaron la concepción del ejercicio mismo de la acción política. Cuando se ganan unas elecciones, en lugar de entender el hecho democrático como la responsabilidad de asumir los puestos de máximo servicio a la ciudadanía, se entiende como la llegada al PODER. Ya sólo con esa idea que tan lindamente tienen todos interiorizada, su mentalidad opera de una forma matizada. Encima que un buen número de (ir)responsables políticos llegan a ese PODER por razones de oportunidad política, partidista o de amistades con los que componen los núcleos de decisión. En fin, que a veces se asignan puestos que requerirían una aptitud determinada casi en plan cambalache, incluso. Sobre esto podríamos debatir mucho, con buenas razones y con pruebas palpables en cualquier administración, independientemente del color político que la dirija.

Luego están los códigos y las interpretaciones que los políticos hacen de cara a la galería. Eso ya es que roza el esperpento y atenta gravemente contra la inteligencia de toda la sociedad. Si se dividen y se pelean dentro de su propio partido porque el reparto de los enormes intereses y privilegios que tienen puede resquebrajarse, ellos sonríen y se muestran satisfechos porque en su partido hay una sana democracia interna; si hay un caso de corrupción, se exigen que dimitan los implicados, pero si un hecho similar pasa en su partido, entonces ya dicen creer en el Estado de derecho y salvaguardar el principio de inocencia hasta que un tribunal se pronuncie; si sucede un problema significativo que acucia a la ciudadanía, quien no gobierna muestran su sensibilidad frotándose las manos por el puñado de votos que le reportará... y quien gobierna se aflige por el coste electoral que tendrá. Y así un largo etcétera que no escribo por falta de espacio y tiempo. Me parece tremendo y aún más que piensen que los demás nos lo creemos, sólo porque tragamos en silencio y sin incomodar su estatus.

La clase política utiliza coches de gran potencia, de enorme valor, pero es por su seguridad; la clase política acude a restaurantes lujosos, distinguidos, pero es para que sean acordes a su dignidad (la máxima dignidad reside en el pueblo, señores); la clase política goza de privilegios económicos y sociales altísimos, ventajosos, pero es para encontrar la proporcionalidad al sacrificio realizado (como si fueran imprescindibles); la clase política siente que el pueblo le está en deuda, por todo lo que hacen por nosotros a cambio de críticas, de aguantar a la gente y de recibir “palos” diarios a su buenas intenciones; y la clase política sí que conoce bien los problemas cotidianos de sus ciudadanos, pero pierden la dimensión de los mismos y esto les impide actuar correctamente (yo conozco, por ejemplo, la cifra de diez millones de euros y sé que existe esa cantidad, pero no la palpo, no sé la dimensión que ha de tener poseer eso).

Para que no sea tachada como una casta, la clase política tiene que empezar a cambiar ciertos hábitos y hacer apetecible la política por los logros, las obtenciones que benefician a muchas personas y también a entornos; la política tiene que sustentar su atractivo en la posibilidad de que ejerciéndola se pueden conseguir verdaderamente auténticas TRANSFORMACIONES SOCIALES, no personales.

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