miércoles, 25 de noviembre de 2009

DESCARTES I


Un día, hace muchos años, me encontraba en una fiesta veraniega de un pequeño pueblo de Extremadura. Mientras la orquesta tocaba los sones de la Vieja Trova Santiaguera, charlaba animadamente con una prima mía que, casualmente, me encontré allí. El ruido ensordecedor de los músicos dificultaba nuestra conversación, pero no la anulaba. Recuerdo que, durante nuestra charla, llegaron y se colocaron junto a nosotros un chico y una chica que, como supe más tarde, eran de Madrid.

En uno de los momentos de la noche, miré a la chica justo cuando ella me estaba mirando a mí. Y noté cómo nuestras miradas, lejos de chocar, se entrelazaron. Transcurrido un tiempo prudencial y con el terreno abonado por varias miradas que serpenteaban paralelas, me acerqué a ella y le dije:

 Hola, te gustaría descubrir Itaca?

El chico que la acompañaba era su hermano, noté en él cierta complicidad para con ella... o una incertidumbre cierta, no lo sé.

Después de un espacio de tiempo de tanteo inicial, para medir el grado de acomodación mutua, se percibía claramente la existencia de cierto magnetismo que nos impedía terminar la conversación. Una conspiración oculta en mi interior me ordenaba que diera un paso más.

 Después de conocerte, siento que no pinto nada en esta fiesta. Me voy a pasear, ¿te vienes?
 Eh? Eee, pues, va... no sé, no conozco esto.
 Te entiendo, no conoces esto. A mí me conoces poco o nada. Y además sería lógico que pensaras que mi propuesta encierra una intención superior al mero paseo. No pasearemos juntos.
 No, sí... damos un paseo. Es mi deseo, lo prefiero.

A mí, a priori, todo el mundo sin excepción me parece interesante, entre otras cosas, porque todos y cada uno tenemos una historia personal propia y generalmente más apasionante de lo que parece. Sin embargo, aquella chica me transmitía un recorrido un poco más profundo. Percibía en ella una aureola enigmática.

 Veo en tu mirada un misterio que me gustaría descubrir, desentrañar, le dije sin mirarla.

Era casi mágica la sensación de sentir nuestra pulsación, ahora ya palpable porque no la eliminaba el ruido atronador de la orquesta.

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